Vivimos en una sociedad polarizada; y en una sociedad polarizada, el diálogo no fluye, y los argumentos no convencen por buenos que estos sean. Porque todo el mundo piensa que los argumentos de los contrarios están sesgados, y/o, tergiversados torticeramente, y que los únicos congruentes y válidos son los propios.
Pero las sociedades no se polarizan por gusto o por vicio: las polarizan los políticos extremistas. Analicemos como ejemplo el recorrido de la democracia española desde los inicios de la Transición.
La transición política española supuso un pacto entre los sectores reformistas de la dictadura y los distintos grupos demócratas, y éste no fue otro que el de imaginar la futura democracia como contramodelo de la democracia republicana de 1931. La memoria de la Guerra Civil les hizo coincidir que no cabía otro modelo de futuro que el de una democracia liberal. La moderación se tradujo en una renuncia obligada a los postulados más radicales de cada ideología. Ninguna de ellas podría pretender la representación exclusiva del sistema. Se forjó así una cultura política que reconocía al rival político y predisponía a la autocontención en el ejercicio del poder, lo que implicaba que el papel de la ciudadanía se ideó con un perfil de desmovilización y baja politización circunscrita en lo básico a la participación en las sucesivas citas electorales.
El resultado de este “pacto de transición” fue un sistema bipartidista imperfecto que producía alternativamente mayorías absolutas del PSOE o del PP, o gobiernos de uno u otro partido que precisaban el apoyo de los nacionalismos periféricos.
Este escenario comenzó a cambiar en 2004. El trauma por los atentados terroristas de Atocha derivó en un enconamiento inédito entre Gobierno y oposición que se arrojaron recíprocas acusaciones de inmoralidad, especialmente radicales en la derecha que, sin encajar aún la derrota en las inmediatas elecciones, acusó a la izquierda de carecer de principios al permitir que se acabara responsabilizando al gobierno popular de los crímenes terroristas por la implicación de España en la guerra de Irak decidida por el presidente Aznar.
Esta inicial polarización quedó manifiesta de una forma afectivo-negativa como animadversión al rival ideológico más que afinidad al propio partido.
La gran recesión económica de 2008 sentó las bases de un mayor impulso polarizador cuando aparecieron los partidos que encarnaban lo que se denominó “nueva política”: por un lado, Podemos, a la izquierda del PSOE, fuerza emergente surgida para capitalizar el movimiento de los indignados del 15M, y por otro, el nacionalismo catalán transmutado en movimiento unitario orientado a la secesión. Solo que en esta segunda ola de polarización se recurriría al uso sistemático del populismo a fin de dividir el cuerpo político y atacar al componente liberal de la democracia.
El apogeo final de la polarización surgió con el reto secesionista del nacionalismo catalán (2012-2017) y la opción de alianzas del gobierno inaugurado en 2018. El Procés dividió a Cataluña por la mitad; mientras las alianzas de Pedro Sánchez con radicales de izquierdas y nacionalistas ha trazado una línea divisoria nacional que perdura hasta hoy.
Caso aparte constituye la derecha radical de Vox, fuerza que alimenta la polarización pero que, en sus inicios, no pareció que cuestionara los valores liberales de la democracia. Su foco parecía recaer en otros problemas como la inmigración o la guerra cultural contra los elementos woke del progresismo. Sin embargo, desde el nuevo ascenso de Trump a la presidencia estadounidense, con el acercamiento de Vox a los líderes autoritarios y a sus amigos autócratas multimillonarios, su trayectoria ya no puede esconder su nacionalismo faccioso impugnador de la idea de Europa, el globalismo y el modelo de democracia occidental.
No hay indicios de que esta escisión cultural sea fácil de revertir. Las élites nacionalistas y la nueva izquierda seguirán alimentando idénticos marcos, lo que propiciará el mantenimiento de la fractura. Lo mismo cabe decir de la incorporación de la nueva derecha radical.
Un craso error, porque la polarización, como la violencia, solo engendra más polarización y violencia, y una vez desatada hasta el punto de fractura y quiebra, no habrá posibilidad humana ni democrática que lo pueda solucionar.
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