El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado, democráticamente, canciller
del Reich por el presidente de la República de Weimar, Paul Von Hindenburg.
Inmediatamente de su acceso al poder comenzó su tarea de “nazificación” del
Estado, recurriendo al uso de proclamas que enardecían y exageraban la crisis
económica que vivía el país, e identificando como elementos culpables a la
insoportable inmigración, especialmente a la del pueblo judío, y a la
desconfianza y corrupción de los políticos. Y todo ello lo pudo realizar
poniendo bajo el dominio de su batuta el control mayoritario de los medios de
comunicación.
El 27 de febrero de 1933, utilizando como excusa el incendio del Reichstag,
auspiciado por los simpatizantes nazis, bien orquestándolo, bien
aprovechándose del suceso para culpar a los comunistas, Hitler pudo aprovechar
para aprobar el “Decreto del incendio del Reichstag” que suspendía los
derechos fundamentales constitucionales y posibilitó la eliminación de la
oposición política. Por último, el 23 de marzo se 1933, con la aprobación de
la “Ley Habilitante”, Hitler quedó legitimado para gobernar por decreto sin la
aprobación del Reichstag, dando comienzo al imperio de su dictadura nazi.
¿Cómo fue posible que, en menos de dos meses, un Estado democrático pasara a
convertirse en una dictadura autocrática asesina sin la menor oposición del
pueblo?
La tesis más consolidada es que la “gente tenía miedo de los inmigrantes
porque llegaban a cientos de miles del Este huyendo de las guerras y de la
pobreza, y la propaganda nazi se aprovechó de ello haciendo de los judíos el
chivo expiatorio.
No hay que ser especialmente sagaz para percatarse del extraordinario parecido
analógico con la actual situación geopolítica, donde las fuerzas neonazis y
ultras abundan y exageran la crisis económica cargando las tintas sobre la
inmigración, el desprecio y desprestigio de las fuerzas y políticos de
izquierdas y el control absoluto de una gran parte de los medios de
comunicación. Y esto puede que lo vean o no, según les guie la razón o la
ideología pasional. Pero lo vean o no, la realidad es que una gran parte del
Continente europeo comienza a estar gobernado por partidos de ultraderecha
herederos de la ideología nazi; y los que aún no lo están caminan
decididamente en esa dirección.
Y es que, como dice Ginzberg, intelectual y periodista del diario italiano
L´Unitá, “lo que importa de una mentira no es su veracidad ni su
verosimilitud, sino las emociones que despierta”. Si en la Alemania nazi, la
radio y un amplio sector de la prensa alimentaron el odio contra los judíos y
los inmigrantes vinculándolos con delitos de todo tipo; hoy, cuando se elige
presidente a un candidato encausado de orquestar el asalto al Capitolio de los
Estados Unidos, cuna de la democracia; cuando autócratas como Putin o Kim Jong
desafían la libertad e independencia de países soberanos llevándolos a la
guerra, cuando la Italia de Meloni levanta cárceles en el extranjero para
solicitantes de asilo político, cuando la extrema derecha se ha hecho con el
mayor número de eurodiputados de la historia de la Unión Europea, o en las
fachadas y el Metro de Madrid se cuelgan carteles difundiendo bulos sobre
supuestos privilegios de los inmigrantes sobre los nacionales del país, las
circunstancias comienzan a ser absolutamente analógicas con las de Alemania en
1933.
Decía, entre otros, Winston Churchill, que “los pueblos que olvidan su
historia están condenados a repetirla”. Y en esta piel de toro, en estas dos
Españas, una de las cuales ha de partirnos el corazón, derecha y ultraderecha
demonizan y cargan con toda su artillería sobre la “Ley de Memoria Histórica”
porque lo que les interesa es que la historia carezca de la legitimidad de la
historiografía científica y siga enterrada en tapias y cunetas, para que la
historia nacional siga siendo la de Don Pelayo, El Cid, los grandes
conquistadores y la cruzada nacional de los militares sublevados, y todo ello
bendecido por la Santa Madre Iglesia. Toda una analogía con la situación de
España en 1936.
Hoy en nuestro país ya no nos llama la atención leer titulares como “Los 6000
menores migrantes que nadie quiere”. Hay que saber generar mucho odio contra
los diferentes para conseguir un apoyo tan amplio y un prejuicio tan racista
en gran parte de la población.
Pero esos ultras, esos nuevos nazis, saben hacerlo bien a través de sus
execrables y embusteras campañas sobre los inmigrantes, cuando son ellos,
precisamente, aquellos que nunca harían los trabajos que nos hacen los “sin
papeles”, los que más les odian, pero también los que más despotrican de
aquellos que nos gobiernan a los que acusan de “ignorar al pueblo” o “destruir
la patria”.
Todo ello, en realidad, forraje para el pesebre de tantos analfabetos
funcionales dotados con el poder de acceso libre a las redes de comunicación,
donde una ligera rabia de inicio puede convertirse en un odio implacable, en
una ferocidad extrema hacia el contrario, incapaz de atender a razones.
Y luego está la aquiescente derecha tradicional y burguesa ella, fingiendo no
saber o irritándose por el más mínimo comentario en contra de sus principios:
¡Fascista, yo! ¡Racista, yo! ¡Yo soy un demócrata! —responden—, cuando en
realidad no vienen ni a soportar que un indigente duerma entre cartones en el
banco situado frente a su portal.
Y contra todo eso, ¿Qué cabe hacer? Pues supongo que toda la oposición
individual que se pueda, porque, la verdad, a mí otra cosa no se me ocurre
qué.
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