CAMBIAR EL MUNDO

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“Si pretendes cambiar el mundo, es que no tienes solución”; fue el consejo espontáneo que recibí en aquellos primeros momentos en lo que me iniciaba en las tareas de escribir. De eso hace cuatro décadas, ya. Y me pregunto si ese lacónico consejo sigue teniendo vigencia en la actualidad.
Para encontrar la adecuada respuesta, lo primero que debería saber a ciencia cierta es si resulta posible un conocimiento objetivo del mundo, o si solo es posible el conocimiento a través de la interpretación que le damos. Y si esto último fuera así, la palabra, o mejor aún, la palabrería, se configuraría como el auténtico poder; aquel capaz de modular interpretaciones de la realidad dirigidas a conformar la sociedad que se pretende lograr. 
De modo que ya tenemos la respuesta a la pregunta que inicia este post: aquel consejo de antaño, hoy no tendría validez, puesto que, con el uso y el abuso del lenguaje, de la palabra hablada y escrita, y el manejo de las redes de comunicación, hoy se puede conformar cualquier realidad que nos interese presentar como verdad ¡Cambiar el mundo es un hecho que vivimos cada día, de forma interesada, en el momento actual! Y se está haciendo a base de utilizar la política de hablar y no hacer; la de conformar una realidad dirigida e interpretada según nos la quieren vender.
Es el nuevo imperio de las fake news, el mundo de la posverdad, aquel que conforma una realidad interpretada y dirigida por quienes detentan el poder; aquel en el que la verdad y los hechos no tienen la menor importancia, porque las emociones reemplazan a los hechos. Y eso es lo que se convierte en la nueva realidad. Algo que no ocurría en aquellos tiempos en los que “si pretendes cambiar el mundo, es que no tienes solución”.
Lo que me lleva directamente a otro pilar en relación con el asunto: si podemos recordar que antes no era así, es que ya hemos entrado en la vejez.
En la vejez, sí, pero en una vejez que no puede obviar que un día supimos establecer una democracia de las más avanzadas del mundo occidental, capaz de constitucionalizar unas normas de convivencia válidas para una España fracturada en dos.
Y, hoy, debemos asistir a esa “realidad” interesada que cada día nos bombardea con la deslegitimación de la democracia: que si los ciudadanos ya no somos otra cosa que meros consumidores manejados burdamente por el poder de los especuladores, las multinacionales y los bancos; y otros argumentos de tono similar.
Pero no es así, porque somos un potencial de ocho millones de personas que cumplimos cada día con los nuevos roles sociales que nos han venido a imponer: el de abuelos cuidadores de nietos, entre otros, además de los fiscales, políticos y sociales.
Y ya nos estamos empezando a cansar de esta posmodernidad de pandereta capaz de cambiar cada día la realidad. A ver si va a resultar necesario volver a recurrir a aquellos que querían cambiar el mundo —¡puñeteros posmodernos!—, porque sencillamente hoy no se tienen ni las agallas ni los bemoles suficientes para exigir a los que tanto manipulan un mínimo de ética y dignidad.

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