El siglo XXI será el siglo de la ecología por auténtica necesidad, toda vez que en su seno se albergan toda una recua de “bombas de tiempo” a punto de estallar: contaminación de aire, aguas y suelos; colapso de ecosistemas, desechos plásticos, nuevas enfermedades en formas de pandemia. Es decir, los años que restan de este siglo, nos abocarán a un desastre tras otro derivado de las negativas consecuencias de la globalización del liberalismo económico con su secuela de sobreexplotación y destrucción de la naturaleza.
La destrucción ecológica, hasta el momento, ha sido inmensa; en algunos casos, irreversible. Por eso, el cambio tendrá que ser casi revolucionario y a escala planetaria. Y cuánto más esperemos, más drástico será.
Pero ¿de verdad tiene relación la crisis ecológica con la salud y el bienestar de la población? La respuesta es sencilla: variaciones climáticas con temperaturas elevadas y sostenidas que duran varios meses, con lluvias poco frecuentes e irregulares que provocan sequías alterando los sistemas de producción naturales. En estas condiciones, vientos violentos y fuertes chaparrones destruyen suelos y vegetación arrastrados por repentinas masas de agua. Lo que provoca reducción mundial de producción de alimentos por desertificación de los suelos; incremento de inundaciones, reducción de la calidad de las aguas, agravamiento de los problemas de salud debido al polvo y contaminación transportada por los vientos, y pérdida de medios de subsistencia que obliga a poblaciones enteras a emigrar en busca de supervivencia.
No cabe ninguna duda; pese el negacionismo que se pueda manipular desde los países más ricos y mejor protegidos en la actualidad. Porque la lógica de la pasividad frente a la crisis climática no ha sido otra, sino que hasta ahora se ha mostrado con especial virulencia en los países más pobres y subdesarrollados.
Pero esto ya ha cambiado. Los impactos climáticos comienzan a sucederse regularmente sobre los países ricos, en particular Estados Unidos y Australia. Lo que ha motivado que comiencen a preocuparse seriamente por ellos: organizaciones que intentan conformar un movimiento mundial por el clima, surgen con fuerza desde estos países intentando influir en la política de los Estados. Porque se trata de eso, exclusivamente, de política; de que los Estados fueran capaces de dar estatus oficial de amenaza existencial —al igual que se ha hecho con el SARS-CoV-2—, y combatirla con todos los medios necesarios.
No es tan difícil; se trata de decirle a la humanidad que el peligro está aquí; que el incendio de nuestra casa —el planeta Tierra— ha comenzado, y que para apagar las llamas es preciso comenzar por dejar atrás los combustibles fósiles lo antes que podamos. Pero ¿estamos preparados para enfrentarnos a grandes corporaciones como Exxon Mobil; BP, o la Shell?; y poner fin a su poderío y operaciones.
Lo cierto es que, hoy por hoy, no hay ninguna razón para creer que las naciones actuarán cuando sus propios territorios vayan siendo arrasados por la acción del cambio climático. Y la razón por las que no se tomarán estas medidas solo derivan de la incapacidad de enfrentarse al poder concentrado en la industria de los combustibles fósiles: ni la desigualdad social, ni las dramáticas consecuencias del cambio climático amenazan a estas corporaciones; pero pasar a cero emisiones, sí.
De modo que, si no podemos esperar que el cambio se promueva desde arriba, desde las estructuras institucionales del poder, habrá que hacerlo desde abajo, desde la concienciación y movilización de las grandes masas ciudadanas orientadas a exigir el cambio de paradigma económico con base en las energías renovables. Debe frenarse urgentemente la deforestación, especialmente de las selvas tropicales; que los árboles vuelvan a crecer sobre los pastos de ganado y las plantaciones de soja. Y frente a ello, solo se oponen los intereses de ciertos sectores muy poderosos. Ahí es donde radica el problema, Y ahí es donde debe centrarse la solución.
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