AQUELLOS HUMEDALES

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Últimas inundaciones de las vegas del río Záncara


Me acuerdo de aquel lejano día en que todo comenzó; del frío intenso de la mañana y de la oscuridad de la tarde, de la sensación de encierro tras los gruesos muros, de los bancos de madera, las rotas mesas y el sucio tintero; de la luz tenue de la única bombilla que penduleaba del techo por su propio cordón. Y me acuerdo de aquellas enormes ventanas enrejadas que aquel día solo nos dejaban entrever un trocito del cielo gris plomo del atardecer ¡Dios mío, cuanta agua aquella tarde! Y aquella noche, y aquellos días, ¡vaya temporal el de ese otoño!
Aquella forma de llover inundaba predios y caminos, hacía que los mansos ríos se desbordaran, se anegaran las calles y que los charcos y el barro fueran permanentes hasta la llegada de la primavera. Con aquella forma de llover convivíamos y hasta la amábamos. Y luego, cuando cesaba el temporal, venían los fríos intensos e insufribles.
Me acuerdo, sí, de aquellos días de temporal. De los ríos, Viejo del Guadiana y Záncara totalmente desbordados, anegando kilómetros y kilómetros de superficie como si todo fuera un gran pantanal.
Entonces no sabíamos nada de aguas subterráneas ni de grandes acuíferos llenos “a reventar”. Imposible absorber ni una gota más de aquellos ríos que sin atisbo de corriente, por lo llano del terreno, eran incapaces de evacuar tanta agua como les podía llegar. Se trataba de un sistema ecológico que apenas unos años después comenzaría a desaparecer modificado por las actuaciones que sobre ellos pudimos realizar. El resultado: una auténtica debacle medioambiental.
Pero entonces solo alcanzábamos a pensar que toda aquella agua era una especie de castigo superior que los manchegos éramos incapaces de soportar. ¿De verdad puede creerse que todo aquello lo podíamos pensar como digno de valor?
¿Lo tenía?... “Terreno espartario, arisco, improductivo, cubierto de lastrón y albardín” —escribía don Rafael Mazuecos”—. Y no acabaría ahí nuestro menosprecio por el conjunto de humedales, porque a la altura de los años 60, las lagunas de La Veguilla, y Del camino de Villafranca, se convertirían en el destino final de las aguas negras de la población de Alcázar de San Juan. Idéntico destino tuvieron otras muchas lagunas esteparias anexas a los pueblos manchegos. Olores nauseabundos, millones de mosquitos, cloacas estancadas superficiales, una verdadera lacra nos parecían las lagunas. Lo inteligente era eliminarlas; y como drenarlas era casi imposible, colmatarlas fue la solución. De modo que las convertimos también en vertederos de escombros y residuos inertes. Con ello el ciclo del desprecio se culminó.
Tuvimos que empezar por formarnos a nosotros mismos. Conocer el complejo nos llevó tiempo, esfuerzo y no poca inversión en programas de saneamiento y educación ambiental. Llegamos a comprender así, que no siempre las lagunas fueron vistas de forma tan nefasta y despreciativa: mucho tiempo hubo en el que sus recursos fueron ampliamente aprovechados por la población. El más característico, la industria de la barrilla. El salicor (barrilla) almacena mucho sodio en su interior, de modo que, tratado en hornos improvisados en las orillas, permitían obtener sosa, materia prima imprescindible para la producción de jabón. De ella afirmaba el botánico Lagasca que producía más dinero que todas las minas del nuevo mundo.
En otras lagunas próximas se explotaba la sal. En todas, la utilización de la vegetación palustre para usos artesanales e industriales (juncos, carrizos, aneas) fue otro importante aprovechamiento económico unido al humedal. Carrizos para la construcción, aneas para los artesanos, juncos para combustibles de hornos de tejeras y cerámicas. Caza, pesca, extracción de arcillas, usos medicinales de los lodos… La retahíla parece no acabar. Eso sin olvidar el uso lúdico del agua allí donde las lagunas gozaban de un poco de profundidad.
De modo que fue la modernidad y el incipiente progreso los que hicieron innecesaria la función económica de estos humedales. La industrialización emergente los postergó. Y así fue como pasarían a convertirse en rémoras del pasado, criaderos de mosquitos, muladares, estercoleros, vasos receptores de las aguas negras, unos parajes de los que teníamos que alejarnos a fin de olvidar un pasado miserable, que afortunadamente ya parecía quedar atrás.
Debieron pasar muchos años, y tuvieron que venir de fuera para recordarnos de nuevo los valores que teníamos. Y así fue como llegamos a lo que después se conoció como paradoja de la desecación: primero tuvimos que decretar leyes e invertir ingentes cantidades de dinero para acabar con estos humedales por su “nulo” valor, y luego tuvimos que legislar en sentido contrario y volver a gastar enormes cantidades de recursos económicos para poderlos recuperar ¡Así han sido las cosas! ¡Deberíamos levantar en los alrededores lagunares algún monumento a la estupidez!
Desde entonces hasta el momento actual, cuarenta años después, mucho han cambiado las cosas. Hoy, prácticamente nadie considera nuestras lagunas algo sin valor. Motivo más que suficiente como para felicitarnos por ello. Sin embargo, la tarea está lejos de haber concluido, y la educación y concienciación ambiental debe ser tarea permanente.
Aún hay años en que la pluviometría es generosa, y en estos días todavía corren algunos ríos por la llanura manchega. Unos en su sentido adecuado. Otros, como el Záncara lo hacen al revés; volviendo hacia atrás las aguas que reciben. ¡Todo un espectáculo este de los caprichosos ríos manchegos que tan pronto aparecen como desaparecen, antes porque se los tragaba la tierra, ahora porque no los dejamos nacer! Pero en todo caso, digo, espectáculo más que digno de ver. Igual ocurre en el parque nacional de las Tablas de Daimiel, donde el agua que llega se “cuela” por los Ojos haciendo lo mismo que los ríos, que estos funcionen al revés. Es decir, que donde antes manaban, ahora percolen.
Soy de, y vivo en la Mancha, quizá una de las tierras españolas más castigadas por el mal uso del agua, la pésima gestión y la avaricia e inmenso poder de los que tanto abusan de las aguas subterráneas. He dedicado más de treinta años de mi vida al estudio de mi más inmediato medio natural y acuático y he colaborado en todo tipo de acciones tendentes a revertir la situación: desde participar y fundar asociaciones ecologistas, hasta escribir más de mil artículos en prensa y otras revistas especializadas, amén de varios libros y de contribuir activamente como asesor de la Administración autonómica, a través del extinto Consorcio del Alto Guadiana, en materias de aguas. ¿Cuál fue el resultado? Pues, volviendo a ceñirme a mi entorno social, la pérdida de más de veinte mil hectáreas de zonas húmedas (en la Mancha, que es un secarral); la desaparición efectiva de todos los ríos en superficie, la esquilmación de los grandes acuíferos manchegos, el coma hídrico del parque nacional de las Tablas de Daimiel, amén de la completa seguridad de que nadie, ningún político, hará nada mientras cada pozo siga interpretándose como dos votos mínimos en la política electoral.
Esta es la realidad que yo he aprendido mirando a mi alrededor. Hagan ustedes lo mismo: miren a su alrededor, allá donde estén

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