CON LA "G" DE GIGÜELA, POR LOS CAMPOS DE SAN JUAN

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CON LA “G” DE GIGÜELA, POR LOS CAMPOS DE SAN JUAN

 Río Gigüela con agua derivada del trasvase Tajo-Segura para abastecer las Tablas de Daimiel


La llanura, plana e inacabable, se extendía en el horizonte. Al frente, el azul grisáceo del cielo prolongaba la planicie como en un infinito crepuscular. Caminaba por sus márgenes, ¿hace cuánto?... ¿Veinte, treinta años?…
Sorprende cómo pasa el tiempo llevándose con él la mejor parte de nuestra vida. Recuerdo que entonces tenía muchas ilusiones y expectativas en esa “causa” que había encontrado vinculada a nuestros humedales y la ecología. Todavía anidaba en mí la energía y el ímpetu de la juventud, aderezado, claro está, con la ingenua y bobalicona creencia de que, con lucha y esfuerzo, las causas justas conseguían triunfar. Vamos, como si hubiera sido un enamoramiento primerizo de esos que pensamos que nunca se van a acabar, solo que esta vez lo era con el medio ambiente.
Observaba las ruinas de los antiguos molinos de la Cazuela y la Guerrera, uno frente al otro. Y aguas más abajo, el llamado del Doctor. Recuerdo que constituía una magnífica visión la del pequeño bosquete rodeando el canal que antaño diera vida al ingenio: los molinos de agua del Gigüela, auténtica riqueza de la vieja Orden de San Juan. Aún sobrevivían algunos álamos blancos con sus enormes corpachones y sus frondosas ramas mil veces cuarteadas. A poca distancia, la laguna de las Yeguas, y algo más alejada, la del Camino de Villafranca, ambas, hoy en día, junto con la de la Veguilla, protegidas como reserva natural. Son de las pocas que se salvaron de la gran debacle, y eso, por la distancia prudencial que mantienen con el cauce del río.
Porque allá por finales de los años ochenta, la Confederación y sus técnicos decidieron dragar y canalizar más de ciento treinta kilómetros del río. Y todo ello con el fin de convertirlo en canal conductor de los aportes de agua que, desde el trasvase, Tajo-Segura, deberían enviarse hasta Daimiel a fin de conservar artificialmente el humedal. Así que, se profundizó su cauce y también se cambió su curso en determinados tramos. De esa forma, el sistema natural del río, con sus rápidos y remansos, con sus meandros y encharcamientos, pasaron a mejor vida llevándose con ellos todas las zonas encharcadizas que dependían de él —Vado Ancho, Pastrana, Molino del Abogado—; humedales estacionales característicos de la Mancha Húmeda, que simplemente desaparecieron, como si jamás hubieran existido. Y lo peor de todo, es que la justificación se buscó en mantener vivo lo que ya era un cadáver: las Tablas de Daimiel ¡Más hubiera valido que se hubieran preocupado por recuperar y mantener lo que aún se podía salvar: precisamente esos lagunazos y zonas encharcadizas asociadas al río Gigüela!
El molino de Hernando Díaz, o de Rondadías, siempre ha sido algo así como “más nuestro”. Situado en el viejo camino entre Alcázar y Herencia, nos era mucho más habitual. Constituía una de mis rutas preferidas para caminar, hasta que una avenida del río, en uno de esos últimos años de lluvias, se llevó el pequeño puente sobre el río. Desde entonces, todo ha sido un declarar político de intenciones de su reconstrucción, pero nada más. En fin, lo de siempre con los políticos: hablar y prometer sobre el papel y ante las cámaras, pero hacer, lo que se dice hacer, de eso “na de na”.
Desde las ruinas del puente de Rondadías se perciben suaves las ondulaciones de la sierra de Herencia. En la vaguada, entre las colinas, entre la bruma mortecina, despunta el campanario de la iglesia, como alfombrado por un mosaico de casitas: es Herencia; un lugar de la Mancha en el Campo de San Juan. Recuerdo que la contemplación del plácido deambular de un ganado, junto con el sonido de los cencerros de las merinas, me evocó una imagen literaria que plasmé como idea en aquella pequeña libreta de notas que solía llevar. Después, pasó a formar parte de una narración breve que evocaba la historia del teniente Millán, acaecida allá por los años de la primera Guerra Carlista, y por último encontró su acomodo definitivo en Dios, patria, barro y sangre, la consiguiente publicación ¡Hay que ver para cuanto dieron aquellos breves apuntes que tomé!
Y es que, en mi caso, la ecología y el medio ambiente manchego, siempre han sido una de mis mayores fuentes de inspiración. Y aún lo siguen siendo. Porque puede que yo no haya aportado nada a esa debacle ecológica contra la que un día quise luchar, pero desde luego, ella me aportó todo lo que posibilitó que llegara a escribir: la carrera, el doctorado, el conocimiento del mundo político, científico e intelectual relacionado con esta problemática… También el ecologismo en la región, aunque, bueno, ese ya es otro cantar.
Siguiendo por el margen del río, como a una legua, se puede encontrar la confluencia de los ríos Záncara y Gigüela: muerto el primero, como esperanza de vida el segundo, aunque la mitad de las veces que ha llevado agua lo fuera a golpe de grifo para conducir los trasvases al Parque Nacional. Y, sin embargo, el paseo junto a los tarayes es una maravilla: paz y salud tanto para el cuerpo como para el espíritu.
Y aquí me he vuelto a quedar, tantos años después, observando ese cauce vacío que habrá de surcar los predios de Alcázar, Herencia, Villarta, Arenas de San Juan, Villarrubia y Daimiel, en busca de ese Guadiana en el que habría de desembocar. Pero ya no hay Gigüela; ni Guadiana, ni Ojos, ni Tablas. Que, por no haber, ya no hay ni el adecuado nombre de Gigüela, sustituido por un indignante “Cigüela” con C, que ha terminado de masacrar lo poco que nos quedaba, la cultura ribereña y nuestra toponimia popular de llamar al río por su nombre, que, para nosotros, los ribereños manchegos, siempre será el de Gigüela con “G”. Y no hay más.

 Las viejas vegas y humedales de la Mancha, estériles secarrales en el momento actual


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