Brasil: asalto al Capitolio |
La democracia española está en clara situación de peligro dada la rápida erosión de sus valores institucionales fundamentales. Y es que las democracias pueden acabarse desde dentro, sin necesidad de sufrir un golpe de estado o un asalto militar, tan solo basta con efectuar un uso torticero de sus marcos normativos y sus reglas institucionales.
Y eso es lo que cataliza y propicia la polarización política extrema que sufre este país; la consideración del adversario como un enemigo, la eliminación de las tolerancias y la exacerbación de las demandas y las exigencias. Porque, normalmente, los consensos políticos se alimentan de profundas exclusiones en origen. Los viejos consensos se mantenían en cuestiones actualmente insostenibles de exclusión social y política. Las luchas de los grupos excluidos, por la inclusión y sus reconocimientos, han hecho saltar las viejas bases del consenso para establecer un disenso beligerante que aún no presenta claros puntos de encuentro, pero, en cambio, muestra con la máxima violencia aquellos postulados en los que diverge.
En esas condiciones, el diálogo se sustituye por el enfrentamiento; se descalifican, a priorí, sus razones, deja de tener valor el argumento del contrario, por bueno que éste sea, para considerarlo manipulado, tergiversado, torticero, falto de todo tipo de valor, sea éste, social, moral o ético.
A ello hay que añadir la dispersión del poder, que ya no radica solo en el del Estado nacional, sino en un pluralismo disperso, por arriba y por abajo, que aboca a un recorrido jurídico (la expresión manifiesta del poder) que nos condiciona desde los más insignificantes poderes locales, hasta los más incuestionables de las instituciones políticas y/o económicas transnacionales.
Y de este modo, el individuo-ciudadano, llega a perder sus referencias básicas de consenso democrático para pasar a actuar en una simplista referencia personal de acción-reacción: ¡Me gusta lo que están haciendo; aplaudo! ¡No me gusta; reacciono con oposición y violencia!; rompiendo con ello la amalgama democrática del consenso político-institucional.
Ante esta actuación, la clase política tendría mucho que decir, mucha tela que cortar en aras de restituir la confianza en un sistema democrático que si no perfecto, ha permitido la convivencia política en este país durante cuarenta y cinco años, que no es moco de pavo. Eso es lo que cabría esperar de ellos. Y sin embargo no es lo que recibimos, sino el acicate exacerbado de que los contrarios son enemigos, en lugar de elementos básicos para el funcionamiento adecuado del engranaje constitucional. Un discurso que cala en la ciudadanía logrando una reacción violenta de los postulados básicos: la opinión, la expresión, las formas y comportamientos se radicalizan de un modo tan exacerbado que la hoguera de las pasiones ya no es tal, sino un volcán en erupción.
Y aquí estamos, incapaces de sostener una discrepante conversación de café con la adecuada distensión y hasta con sinceras ganas de reír, llegado el caso; intolerantes ante el argumento del contrario que no nos interesa escuchar, ni validar, ni buscar verdad en su contenido, sino solo anular, destruir o ridiculizar, todo con tal de conseguir la apariencia de ganar la discusión.
Qué falacia, qué estúpidos, qué torpes somos… Y mientras tanto, los totalitarismos se nutren, crecen, y en muchos casos, vencen. De cualquier manera, ya amenazan peligrosamente al mundo democrático actual alcanzando, incluso, a los sistemas democráticos más consolidados y solventes. ¡Así nos va!
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