Cuando en el año 2017, Donald Trump, accedió a su cargo como presidente electo de los Estados Unidos de América, entre sus primeras promesas electorales contaba la de la construcción de un muro, entre los Estados Unidos y México, que evitara que los emigrantes indocumentados pudieran cruzar la frontera del sur de su país.
Tres años después, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) anunció que había logrado el objetivo de Trump de completar un total de cuatrocientas cincuenta millas de valla, que habían de sumarse a las 650 millas de barreras altas y bajas construidas durante administraciones anteriores. Y las obras de construcción continuaron en parte de los cuatro estados fronterizos del sur, incluso en la última semana de su Administración.
En el momento actual, el nuevo presidente Joe Biden, ha conseguido establecer una “pausa” para la construcción del muro. Sin embargo, para un importante número de grupos ambientalistas y científicos, esta “pausa” no es suficiente, y piden que se derriben partes de la cerca que atraviesa alguno de los paisajes con mayor diversidad de los Estados Unidos.
Porque uno de los mayores costos de la construcción del muro de Trump, que sin embargo ha pasado prácticamente inadvertido, hasta el punto de que ni siquiera ha sido cuantificado, ha sido el ecológico y medio ambiental.
En Arizona, los picos de granito de las montañas Tinajas Altas, casi insuperables para los humanos, eran paso de tránsito para el borrego cimarrón. La valla, ha destruido un derecho de paso ancestral entre los dos países que amenaza la subsistencia de la especie.
El refugio natural de vida silvestre Cabeza Prieta, hábitat del berrendo sonorense —especie en peligro de extinción—, ha quedado partido en dos; mientras en el valle de Bajo Río Grande, en Texas, el hábitat de bosques subtropicales de ocelotes y jaguarondis ha quedado dividido, aumentando el riesgo de extinción de estas y otras especies.
Otros parajes de enorme biodiversidad, como el área silvestre de la montaña Otay, en California; el desierto de Sonora, las Islas del Cielo en Arizona, el desierto chihuahuense, en Nuevo México, han quedado enormemente afectados por la construcción del “muro de la indignidad”.
La construcción de una cerca de bolardos de casi diez metros de altura, con unas áreas de servidumbre de cuarenta y cinco metros de anchura, que incluye una carretera de servicio paralela y múltiples cámaras de vigilancia, hubieran requerido los correspondientes estudios de impacto ambiental. Sin embargo, en mucho de los proyectos de estos muros, nunca se realizaron bajo el amparo de una ley de 2005 que permite renunciar a los requisitos federales para acelerar la construcción de cercas fronterizas.
El resultado final de todo ello, es que hoy resulta políticamente inviable derribar toda la cerca, pero sería posible derribar parte de las barreras en los sitios más beneficiosos para el medio ambiente.
Sin embargo, miles de millones de dólares se encuentran comprometidos en contratos de construcción del muro. Llegar a un acuerdo para cancelar estos proyectos costará mucho dinero a los contribuyentes norteamericanos. Lo que hace suponer, que la administración Biden, al final, optará por seguir con la construcción de esa aberración humana y medioambiental.
Un ejemplo más de lo peligroso que resulta no considerar los costes humanos y medioambientales de estos megalómanos proyectos ¿Hasta cuándo continuará así la humanidad?
0 Comentarios