Los impactos climáticos, tales como la pérdida de rentabilidad de los cultivos, las sequías cada vez más prolongadas, o las lluvias cada vez más dañinas, están obligando al abandono de muchas zonas rurales en las franjas tropicales del planeta. Si bien, por ahora, provocan más desplazamientos internos que migraciones. Lo que conlleva que, las ciudades situadas en la zona, estén creciendo de forma desmesurada bajo el flujo constante de personas que abandonan las zonas rurales con la intención de sobrevivir en los arrabales de esas ciudades. Por ejemplo, ciudades subsaharianas como Dar es Salam, Kampala, Adís Abeba, Kinsasa o Logos, figuran entre las de mayor crecimiento del mundo. Lo mismo ocurre con el Sur y Sureste de Asía.
Hablamos de unos sesenta millones de personas que cada año realizan ese tránsito del campo a las ciudades, muy por encima —una tasa de diez a uno— del tránsito de las migraciones, que en la actualidad se sitúa en torno a unos seis millones.
Sabemos con plena certeza que el Sáhara avanza cada día un metro hacia el Sur; que los acuíferos subterráneos están sufriendo disminuciones aceleradas, que las lluvias son escasas y cada vez más torrenciales y extemporáneas, lo que las hace inútiles o dañinas para los terrenos cultivables. Las poblaciones afectadas no encuentran otro remedio que abandonar sus hábitats ancestrales, si bien, repetimos, hasta el momento, esas migraciones climáticas se están materializando en desplazamientos internos. Lo que nos augura una próxima fase en que esas migraciones deberán salir de esas regiones.
Las subidas del nivel del mar, la escasez de alimentos y de aguas potables, irán potenciando la salida de esas macrociudades; pero la vuelta al campo no será una opción, no quedando otra que el desplazamiento hacia otras partes del mundo, y Europa no quedará ajena a esa necesidad de emigración.
ACNUR —la agencia de la ONU para los refugiados— calcula que, en los próximos cincuenta años, entre doscientos cincuenta, y mil millones de personas, se verán obligados a abandonar sus hogares y trasladarse a otras zonas de su país o a otros Estados, si no somos capaces de frenar el cambio climático. Pero todas esas personas que estarán obligadas a desplazarse a consecuencia de un entorno hostil donde el clima o los desastres ambientales los han dejado sin agua ni alimentos, carecen, sin embargo, de un estatus jurídico en el que buscar amparo.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calcula que en los últimos treinta años se han triplicado las sequías y las inundaciones. El resultado ha sido que los cambios en el Medio Ambiente o los desastres ambientales han provocado migraciones mayores que los conflictos armados.
Pero el cambio climático no es algo natural; o al menos no en la rapidez y velocidad con que se está produciendo. Todos conocemos el papel tan importante que la humanidad, y muy especialmente los países más avanzados, están jugando en él. Pero, sin embargo, aquellos que más sufren las consecuencias, no están considerados como víctimas de la violencia. Por tanto, carecen de estatus jurídico que les proteja o ampare. Y son, desde 2008, sesenta desplazados cada minuto por razones ambientales.
Pero los hechos ya no se pueden negar. La producción de alimentos en el norte de África está ya al límite. Y sin alimentos ni agua, no queda otra alternativa que la migración.
Y, sin embargo, Europa, esconde la cabeza bajo el ala, y muchos de sus políticos, especialmente de la derecha y la ultraderecha, piensan que esto es una cuestión de cierre de fronteras; vamos, una cuestión de respuesta militar.
Qué lástima que ellos no tengan familiares directos en esa obligación de emigrar, porque, probablemente, pensarían diferente y se pondrían a actuar.
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