Me pregunto si la actual polarización política afectiva en este país, es algo de nuevo cuño, propio de la postmodernidad, o si por el contrario es una mera continuación de inercia de lo que ha sido habitual en nuestra historia contemporánea. E insisto en ello porque considero que quizá uno de los mayores retos a los que se enfrenta la Unión Europea sea el conflicto entre las democracias liberales y las autocracias iliberales o antiliberales que han proliferado en el seno de la Unión.
En la última década, en Europa, se han multiplicado los partidos políticos populistas. Algunos de ellos han llegado a formar gobiernos en Estados miembros de la UE. Otros, aún sin gobernar, condicionan la agenda y el discurso político de sus países y/o son necesarios para alcanzar pactos que den estabilidad a los gobiernos. En las últimas elecciones de 2024 al Parlamento Europeo, alcanzaron el 24 % de los votos.
¿De dónde deviene el éxito de estos partidos populistas?
Sin lugar a dudas del creciente descontento de la población de las democracias en los países de nuestro entorno, que cada vez rechazan con más fuerza el orden democrático liberal constituido tras la II Guerra Mundial.
Intentemos realizar un mero ejercicio de comparación con lo ocurrido tras la proclamación e implementación de la II República española:
En abril de 1931 se celebraron elecciones municipales. Los partidos republicanos difundieron la idea de que representaban un referéndum sobre la monarquía. Ganaron en las grandes ciudades, y el rey, Alfonso XIII, abandonó el país. La República se proclamó el 14 de abril de 1931.
En realidad, los republicanos que accedieron al poder no lo hicieron a través de un proceso democrático: accedieron al poder porque los ganadores de las elecciones municipales a nivel nacional, les cedieron pacíficamente el poder: la población no había votado ningún programa gubernamental ni se había votado a favor o no de cambiar un régimen monárquico por uno republicano.
Solo un mes después de la proclamación de la República se produjeron altercados que culminaron con la quema de iglesias y conventos. Se multiplicaron las huelgas y los atentados anarquistas. El Gobierno provisional no consiguió hacer respetar la ley, y los católicos consideraron que la República nacía con una evidente hostilidad hacia ellos. Tampoco los empresarios, al no controlarse el orden público, consideraron protegidos sus intereses. A tanor de estos hechos, se puede concluir que la polarización en la Segunda República comenzó desde prácticamente el momento de su proclamación.
El 5 de octubre de 1934 se produjo un levantamiento armado contra el Gobierno democráticamente elegido que se extendió por gran parte del país. En Barcelona se proclamó la independencia de Cataluña. Sofocado el alzamiento, los juicios contra los revolucionarios dividieron definitivamente a la nación. La izquierda los presentó como héroes, mientras la derecha lo hacía como revolucionarios terroristas.
En este clima de crispación política se convocaron elecciones para el 16 de febrero de 1936. Las izquierdas, firmes defensoras de los revolucionarios de 1934, formaron una gran coalición denominada Frente Popular, que ganó las elecciones y pudo formar gobierno.
De febrero a julio de 1936 se sucedieron multitud de huelgas, violencia callejera, atentados: el miedo reinaba en el país. El momento más álgido quizá ocurrió durante la noche del 12 al 13 de julio, cuando fue asesinado Joaquín Calvo Sotelo, líder monárquico, conservador más influyente, por miembros de la Guardia de Asalto y militantes socialistas.
El 17 de julio se levantó el Ejército colonial español en Marruecos. El 18 de julio estalló la Guerra Civil.
En resumen: una gran polarización afectiva que concluyo en una catástrofe económica, humana y social.
Actualmente, el tipo de polarización más extendida es la misma polarización afectiva, aquella que opera a nivel de los votantes. Se basa en generar afinidad y solidaridad entre aquellos que son percibidos como parte del mismo grupo ideológico, y generar hostilidad y rechazo hacia los rivales. Una polarización que puede tener muchos efectos corrosivos en nuestras democracias actuales: si que gobierne el rival se considera una amenaza para el propio grupo ¿Acaso no es lícito pensar que habría que oponerse a él por cualquier medio posible?
Pues eso, el camino hacia una nueva guerra civil parece que se encuentra en plena fase de construcción. Lástima de este Estado-Nación llamado España, en el que, con un poco de tolerancia, cabríamos todos sin gran dificultad.
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